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Entre el ruido de las sirenas y el silencio de la Verdad

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    MundoNews
  • hace 5 días
  • 3 Min. de lectura

Por Ezequiel Pizzuto (*)


EZEQUIEL PIZZUTO.
EZEQUIEL PIZZUTO.

El 7 de octubre de 2023 amaneció con un estruendo que ningún reloj marcó y que ningún corazón estaba preparado para escuchar.


La línea que separa la rutina del caos se borró en segundos, y la humanidad se volvió eco de sirenas, humo y gritos.

Yo estaba allí, no como soldado ni como juez, sino como testigo; con la única herramienta que me concede mi oficio y mi conciencia: mirar, escuchar y tratar de comprender.


Desde entonces, aprendí que la guerra no tiene héroes, sólo víctimas: víctimas del fanatismo, de la ceguera ideológica y de los juegos del poder.


En los ojos de quienes sobrevivieron no hay gloria, sino un cansancio antiguo, ese que deja el alma cuando la vida pierde su sentido y sólo queda resistir.


En mis días de cobertura, escuché muchas voces.


Campesinos, madres, soldados, rabinos, jóvenes que aún tiemblan cuando oyen un cohete en el cielo.


Y entre todos ellos, una coincidencia inquietante: la duda.


Dudaban si aquella tragedia no había sido, de algún modo, permitida para unificar un pueblo que discutía por la igualdad


Una semana antes del 7/10 la sociedad me repetía que se habían retirado tropas de la frontera con Gaza.


En la misma semana, se había anulado el permiso a quien escuchaba clandestinamente las comunicaciones del Hamas.


El Mossad lo advirtió. La CIA también.


Pero el silencio del poder fue más fuerte que las alertas de sus propios guardianes.


Y mientras los ultraortodoxos eran reforzados en los asentamientos, el país se dividía internamente.


La reforma judicial, la exigencia de que todos (también los que estudian la Toráh) sirvan al país, y dejen de recibir dinero del pueblo (para que se entienda de forma coloquial son planeros del Sionismo). Esto había encendido una fractura moral.


Parecía que el enemigo no sólo estaba afuera, sino también adentro.


No pretendo afirmar teorías, sino compartir sensaciones.


Porque en el oficio de mirar con atención se aprende que el poder puede preferir el caos antes que ceder su trono.


Y que en toda guerra, siempre hay quienes ganan aunque nadie lo confiese.


Ahora, dos años después, me volvió a tocar viajar.


No para cubrir bombas, sino para presenciar reencuentros.


Familias que habían llorado tanto que casi olvidaron cómo sonreír.


Madres que ya no soñaban, esposas que hablaban con las fotos de sus parejas secuestradas, niños que aprendieron a crecer con miedo.


Vi abrazos que parecían querer detener el tiempo, y comprendí que la luz existe incluso después del túnel más largo y oscuro.


Pero también vi rostros llenos de rabia: familias que sienten que su gobierno nunca quiso rescatar, sino exterminar.


Que en los ataques desmedidos sobre Gaza, los suyos eran carne en el fuego cruzado de la política y el rencor.


Allí recordé a Hiram Abif, asesinado por la ignorancia y la ambición.


El pueblo de Israel, los palestinos, todos los pueblos que sufren, repiten ese mito sin saberlo:

cada vida destruida es una piedra arrancada del Templo de la Humanidad.


El periodismo me enseñó que la verdad no se impone: se busca.


Y que la luz sólo tiene valor cuando ilumina incluso lo que no queremos ver.


He caminado entre ruinas, y en medio de tanto dolor entendí que la guerra es el fracaso de la razón y que la paz es el arte más difícil que puede practicar un ser humano.


El periodismo no juzga pueblos, sino actos.


No levanta banderas, sino conciencias.


Y su deber, aún en medio del ruido, es sostener la antorcha del discernimiento.


Porque la mentira se disfraza de patriotismo, y la verdad suele llegar tarde, herida, pero viva.


Hoy regreso con más preguntas que respuestas.


Pero sé que las lágrimas que vi, tanto en madres israelíes como palestinas, tienen el mismo color y el mismo sabor salado.


La sangre no tiene religión, y el dolor no conoce fronteras.


He aprendido que la paz no se conquista con misiles ni discursos, sino con la valentía de mirar al otro como un reflejo de uno mismo.


Y que mientras un solo niño viva con miedo, todos estamos un poco en guerra.


Quizás, algún día, la humanidad entienda que la verdadera liberación no es la de los secuestrados de un bando u otro, sino la de nuestras propias cadenas de odio y silencio



(*) Camarógrafo - Enviado especial de C5N a Medio Oriente.

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