Un equipo del canal de noticias argentino C5N llegó a Ucrania para contar todos los aspectos de un conflicto bélico que obligó a millones de personas -principalmente mujeres y niños- a dejar su país, frente al dolor por los daños y muertos que ocasionaron los bombardeos rusos. Mundonews narrará en varias entregas -esta es la inicial- el horror en primera persona.
Por Gabriel Michi
Acabamos de entrar a Ucrania. Después de varios intentos fallidos. Y horas de espera. Del lado polaco habíamos contado muchas historias de desgarro. De las familias desmembradas. De mujeres que sólo pudieron cruzar desesperadamente con sus hijos para salvarse de los bombardeos de Rusia. Dejando atrás a sus maridos e hijos en edad de combatir. El asedio de los misiles rusos las había obligado a tomar un par de bolsos y huir, alejándose de sus propias vidas. Una de las caras más dolorosas de la guerra. Junto con las muertes y la destrucción. Nosotros, el camarógrafo Leo Da Re y quien escribe estas líneas, enviados especiales del canal de noticias argentino C5N, habíamos conseguido el primer objetivo, ingresar a Ucrania, cuando notamos uno de los signos más inequívocos de nuestra propia "locura" disfrazada de pasión. Mientras circulábamos en solitario por nuestro lado de la ruta, de la otra mano y en sentido inverso había una cola infinita de más de 10 kilómetros de vehículos (automóviles y camiones) intentando escapar. Nosotros, a contramano de todos. Sólo algún camión de ayuda humanitaria iba en nuestro mismo sentido.
El día anterior habíamos fracasado en el intento de atravesar la frontera en Dorohusk (Polonia) y Starovoitove (Ucrania) después de horas de espera. Allí también registramos las historias de los miles de refugiados que encontraban su primera posta en territorio polaco y las de decenas de manos solidarias de personas de enorme corazón que, en medio de un frío imposible, habían llegado desde distintos puntos del país y de otros países a ayudar a los desterrados forzosos. Algunos eran miembros de algún organismo público polaco o de otro integrante de la Unión Europea. La mayoría pertenecía a organizaciones de la sociedad civil. Y había muchos que eran simplemente ciudadanos de a pie que, conmovidos por lo que veían, se acercaron a brindar su apoyo. Todo eso lo contamos. Y no pudimos dejar de conmovernos. Pero había que seguir adelante con nuestra misión. E intentar entrar en Ucrania. El país invadido y bombardeado por Rusia. Pero nos negaron el ingreso. La argumentación tuvo que ver con cuestiones de seguridad y la versión de que desde la cercana Bielorrusia podría desatarse un ataque ruso en cualquier momento.
Regresamos al hotel de la localidad polaca de Lublin, donde teníamos nuestra habitación, a 90 kilómetros de la frontera, con la idea de volver a intentarlo al día siguiente. Y así fue. Pero cuando íbamos en ruta al destino, un argentino que estaba desarrollando tareas como voluntario, nos advirtió que dicho cruce estaba cerrado. Decidimos cambiar de ruta y probar por otra más al sur, entre las localidades fronterizas de Hrebenne (Polonia) y Rava-Ruska (Ucrania). Allí nos volvimos a encontrar con un cuadro dantesco, de miles de refugiados escapando y decenas de voluntarios ayudando y hasta llegamos a entrevistar al secretario general de la Federación Internacional de la Cruz Roja, el nepalí Jagan Chapagain, quien se acercó hasta este lugar para interiorizarse, de primera mano, de la grave crisis humanitaria. Luego de eso, emprendimos nuevamente le "aventura" de intentar cruzar la frontera. Nos llevó muchas horas, pero finalmente lo logramos.
Cuando ya estábamos del lado ucraniano, con toda la adrenalina que eso generaba, un militar nos hizo regresar. ¡No lo podíamos creer! Estábamos en la puerta de conseguir nuestro primer objetivo y todo se volvía para atrás sin entender por qué. Habíamos atravesado todos los controles fronterizos de Polonia y Ucrania y ahora todo parecía volver a foja cero. Fueron minutos de incertidumbre total. Hasta que se nos acercaron dos militares y le pidieron a Leo, mi camarógrafo, que borre todas las imágenes que había obtenido para registrar nuestro ingreso a Ucrania, bajo el pretexto de que algunas de ellas podría haber alguna que pudiese afectar la seguridad del lugar. "Delete, Delete!!", insistían. Así lo hicimos y luego de eso pudimos encarar nuevamente nuestro camino. Esa situación sería apenas un mínimo adelanto de lo que nos esperaría en nuestra cobertura de la guerra.
Así, en sentido inverso al resto de los mortales, nos internábamos en un territorio que empezaba a mostrarnos los primeros signos concretos de que estábamos ingresando a un país en guerra, más allá de lo que habíamos vivido con el drama de los refugiados y la militarización extrema de las fronteras. Caía la noche y el paisaje de pueblos totalmente a oscuras denotaba el cumplimiento extremo de lo ordenado por las autoridades: luces apagadas para evitar que los bombardeos nocturnos -modalidad elegida por los rusos- den en los blancos urbanos.
La otra señal de un país en guerra nos atravesó a los pocos kilómetros: trincheras y barricadas por doquier. Algunas a los costados de la ruta. Otras en medio de las mismas. Siempre presentes en las entradas de los pueblos y ciudades. Algunos de esos eran retenes custodiados por militares. Otros, mixtos. Y algunos, sólo por civiles armados. El más importante en esa zona estaba en el ingreso a la ciudad de Lviv (o Leópolis), la última gran urbe donde se refugian los ucranianos escapando del Este, del Norte y del Sur. Para ingresar a la sexta ciudad en población de Ucrania (unos 720.000 habitantes) tuvimos que mostrar todas nuestras identificaciones y nuestro equipaje, hasta que nos permitieron el paso a través del zigzagueante camino entre gigantescas trincheras.
Al llegar al Lviv, lugar elegido por la mayor parte de los medios internacionales para cubrir la guerra (además de Kiev, la capital), otra señal de las consecuencias de la guerra aparecería ante nosotros: no había lugar en ningún hotel para hospedarse, algo que ya habíamos detectado cuando buscamos por Internet alguna opción para pasar esa noche. De milagro, conseguimos un cuarto que se había desocupado horas antes. Y hacia allí nos dirigimos raudamente antes de que se hiciera efectiva otra de las muestras de la guerra: el "toque de queda" que rige todas las noches entre las 22:00 y las 6:00. Ya a las 21:00 no queda nadie en las calles. Y los negocios cierran aún más temprano.
Así comenzaría la tercera parte de nuestra cobertura de las consecuencias de esta guerra. La primera había sido en Varsovia, la capital polaca, centro de acogida y distribución de los refugiados hacia distintos puntos de Polonia y la Unión Europea. La segunda, con el drama humanitario en las fronteras. Y así llegaría la más esperada por nosotros: estar en el terreno donde ocurre la guerra. Donde, paradójicamente, queríamos estar. A contramano del mundo. No porque nos atraigan las guerras. Las detestamos con toda nuestra alma. Pero es donde está sucediendo un hecho histórico. Y donde manda la información. La pasión que sentimos por nuestro oficio/profesión nos lleva a esa situación. Una situación que pocas personas entienden. Pero que está en la sangre de los periodistas.
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