Por Gabriel Michi
Había una vez un reino imaginario donde ocurrían las cosas más fantásticas y sorprendentes. Un reino al que la naturaleza regalaba todo su esplendor y sus riquezas. Un reino mágico y a la vez imprevisible. Porque, pese a todo ese potencial, la mayoría de su gente vivía mal, más allá de quien fuera el líder. De vez en cuando aparecía algún oasis en ese derrotero pero luego devenía en un simple espejismo temporal que se desvanecería como agua entre los dedos. En ese azaroso camino, los habitantes de este reino imaginario elegían a los monarcas de una u otra familia real para que los conduzcan y siempre, siempre, la sensación que afloraba era de una nueva frustración. Lo que los llevó a descreer por completo de todos sus referentes tradicionales.
Fue así que en ese reino imaginario, la bronca y la frustración se tradujeron en un enojo sin precedentes y un escepticismo general. Terreno propicio para la aparición en escena de un personaje desconocido, un hombre que nunca había conducido nada más que su propia prédica disruptiva en cada espacio donde lo convocaran. Un ser solitario, de peinados estrafalarios y verba incendiaria, capaz de patear el tablero de todo lo establecido. Y dispuesto a todo. Un hombre de extraños gustos y modales, que jamás se había casado y que tenía como “hijos” a un grupo de cuatro perros clonados de su ya desaparecida y amada mascota de cuatro patas con la que se comunicaba a través de médiums para recibir sus consejos desde el más allá.
Ese ser de pelos revoltosos, a los que no quería domar justamente por su ideología libertaria, se había vuelto muy desconfiado, a fuerza de los golpes que le había propinado la vida, con padres que lo castigaban y ninguneaban todo el tiempo. Cuenta la leyenda que la única persona en la que confiaba y que era su sostén era su hermana menor. Ella lo contenía, lo acompañaba y lo aconsejaba en esa vida tormentosa que le había tocado en suerte. Por eso él la llamaba “El jefe”.
Un día ese personaje estrafalario, con su discurso contra las elites gobernantes y sus propuestas incendiarias, decidió emprender su aventura sobre ese universo al que tanto había atacado. Y se rodeó de muchos personajes estrambóticos comp él, de los márgenes o que fueron expulsados de aquellos reinados pasados. Armó así una especie de circo trashumante, que atraía la atención en cada aldea y comarca del reino. Su nombre y su identificación como un león que venía a devorar todo el poder preexistente, creció de boca en boca, de la mano del enojo de los pobladores con el status quo.
Lo más llamativo del caso fue que el flamante líder le decía a los súbditos de ese reino que si llegaba al castillo real vendrían épocas de más penurias y hambre y, aun así, lo aplaudían y lo vitoreaban. Todo sea por acabar con el legado de los anteriores gobernantes. Y, en todo caso, había que sufrir aún más para acariciar un destino mucho mejor. Aunque eso sea en un futuro incierto e indefinido y con muchas víctimas en el camino.
La historia cuenta que, mientras su figura crecía y crecía, sus discípulos locales en cada comarca no lograban el apoyo de los habitantes. Su liderazgo no era transmisible ni transferible. Como ocurre con los líderes personalistas. Un fenómeno individual, no colectivo.
En su camino, ese ser de gestos exagerados lanzaba promesas que asustaban a muchos, pero que convencían aún más a sus seguidores más fervorosos. Y atacaba a todos los que para él representaban a esas “castas” que habían detentado el trono real hasta ese momento. Paradójicamente, él quería conquistar el reino para reducirlo a su mínima expresión, según decía. O sea, quería destruir eso a cuya cima quería conquistar. Parecía una locura que algo así podría llegar a ocurrir. Pero ocurrió.
Claro que, para eso, debió dejar varios de sus comandantes más fieles en el camino y transar con parte de esas elites que había defenestrado. Una vez en el trono, mientras acariciaba ese bastón de mando donde hizo tallar las caras de sus “hijos” perrunos, ese ser llegado desde los márgenes, se sorprendió por haber conquistado todo eso en tan poco tiempo. Estar en lo más alto de un poder al que detestaba y al que prometía hacer sucumbir. Pese a que, al mirar a su alrededor, notó que muchos que habían formado parte de aquellas elites dominantes formaban parte de su nueva corte. Pero todo puede pasar en ese reino imaginario. Un reino de fantasía, irreal, incomparable con ningún otro y que sólo existe en los cuentos. ¿No?
(*) Gabriel Michi es periodista. Creador y director de MundoNews. Editor de Política de la revista Newsweek Argentina. Columnista de Internacionales en C5N.
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